OPINIÓN: “DIÁLOGO Y VIGENCIA DE LA CONSTITUCIÓN”

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Ángel Ortega Fernández. Historiador. Estos días se festejan los 39 años de vigencia de la Constitución española. Han sido años complejos, no exentos de dificultades, en los que nuestra Carta magna, surgida de las reivindicaciones ciudadanas de la transición, ha sido una herramienta útil como elemento de convivencia para todos. El diálogo y el consenso entre los políticos en los albores de la democracia, permitieron alejar el peligro de la involución política y el permanente ruido de sables de aquellos años, para dar paso a la convivencia pacífica y al desarrollo social y económico más duradero de la historia contemporánea española.

Sin embargo, nuestra sociedad ha evolucionado, ha cambiado el tejido político y social, dando paso a un imperfecto Estado de las autonomías, donde el papel de las manifestaciones andaluzas del 4 de diciembre de 1977 y el referéndum del 28 de febrero de 1980 fueron determinantes en su configuración actual. Con una realidad cambiante que no se ve ya reflejada en nuestro texto constitucional.

Aspectos fundamentales de nuestra convivencia, de indudable actualidad y trascendencia, como el sentimiento identitario, el encaje del marco territorial y la formulación de una financiación autonómica justa, o la delimitación de las competencias de las distintas administraciones, no han quedado debidamente resueltas a la vista de los nuevos tiempos. Es más, la imposición del estricto cumplimiento de la Ley y de la Constitución, orillando el diálogo como fórmula para encontrar un encaje a los hechos diferenciales, entiendo que no es el modo de buscar soluciones a una aspiración legítima, aunque no sea compartida; en definitiva, un problema político ha de encontrar su encaje y solución en la política.

Debemos dar paso a un debate sereno y sosegado, a un nuevo relato que resulte atractivo para todos, alejado de los tintes y posiciones demagógicas o pasionales, para redefinir, entre todos los españoles sin exclusiones, la forma del Estado, de la conveniencia o pervivencia de la actual monarquía versus Estado federal, donde tengan cabida esa diversidad de identidades que caracterizan la nación española. Debemos plantear soluciones coherentes, evitando agravios, para formular una financiación autonómica adecuada y satisfactoria, sin demonizar las singularidades históricas, como el cupo vasco, el concierto foral de Navarra o el régimen económico y fiscal de Canarias, pero evitando desequilibrios indeseados e injustos. También para los ayuntamientos, como administración más cercana al ciudadano.

Una reforma constitucional que aclare y defina los techos competenciales del Estado central, las autonomías y los ayuntamientos, demasiadas veces vulnerados; o el papel (desaparición) de las diputaciones y una  decidida apuesta por las Mancomunidades de municipios y entes comarcales.

Y ello sin perder de vista el reconocimiento de los derechos sociales y las garantías de igualdad de los ciudadanos, con independencia del territorio en que vivan. Tienen que estar garantizados de forma eficiente por el Estado del bienestar al que aspiramos. Ha de hacerse compatible la aplicación de la modificación constitucional del artículo 135 de septiembre de 2011, sobre la prioridad del pago de la deuda, con la ineludible prestación de los servicios fundamentales, la educación, la sanidad o la dependencia, eliminando si es preciso gastos y mantenimiento de algunas instituciones prescindibles.

Otro aspecto fundamental a revisar es la división de poderes. Débilmente diseñada bajo el espíritu de Montesquieu en el texto constitucional del 78, ha dado paso a una transgresión, que demasiadas veces  podríamos calificar como injerencia, del poder ejecutivo en los distintos ámbitos del poder judicial y constitucional. Deben ser modificados, por carecer de imparcialidad, los nombramientos de cargos judiciales, entre ellos el del Fiscal General del Estado, por el gobierno de turno.

Algunas instituciones ya no cumplen el papel para el que fueron concebidos, como el Senado, que debería convertirse en una cámara de representación territorial, y que a veces es percibida como el destino dorado o la antesala a la jubilación de la clase política. Un profundo debate en el que no deben establecerse líneas rojas, incluidas la aconfesionalidad del Estado, la Ley electoral o la sucesión en la corona.

España ha cambiado de forma sustancial respecto al 78 y por lo tanto la Constitución debe ser reformada y adaptada a los nuevos tiempos. Una transformación que debe tener en cuenta el contexto europeo, con las importantes repercusiones jurídicas, normativas y competenciales que suponen. Todo ello desde el respeto al otro y del diálogo, como hicieron los padres de nuestra Constitución en los difíciles años de la Transición democrática.

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